por Gustavo Roldán
Nadie puede creer que los títeres mueran, y si los títeres no mueren tampoco pueden morir los titiriteros. Simplemente las obras se terminan cuando baja el telón para seguir mañana en otro teatro, en otro pueblo, en otro país.
En qué país estará Javier Villafañe, tanto que le gustaba viajar. En qué esquina de la tierra se asomarán sus títeres y sus cuentos para seguir peleando por un mundo mejor, para resistir con la poesía de sus manos de mago y de sus palabras de fuego.No es igual este país sin Javier Villafañe. Algo está faltando, alguna lenta palabra pronunciada a medianoche para espantar la furia, algún poema que se ría de las tonteras de este mundo, alguna manera de saber vivir a contrapelo.
Pero todos estamos acostumbrados a sus viajes, todos los amigos sabemos que al preguntar por Javier siempre alguien nos dice: está en Colombia, está en España, está en Grecia o en Hungría. Siempre en algún lugar diferente porque nunca nadie acaba de conocer el mundo. Porque el mundo es grande, aunque ahora parece más chico si no está por aquí Javier Villafañe.
Pero seguiremos esperando, o lo encontraremos en algún viaje, y seguiremos hablando de él, viejo mentiroso que no dudaba en contarnos de manera distinta la misma historia, porque si decía lo mismo era para él demasiado aburrido.
Tal vez no tenía derecho a dejarnos solos, pero un viajero siempre deja solos a los demás. También los titiriteros nos dejan solos cada vez que cierran su tablado y se van. Nos dejan una obra y un recuerdo y un algo que se ha movido dentro nuestro que nos hace más ricos, pero se van.
Toman el tren bajo la lluvia y saludan levantando la mano como diciendo adiós. Y sonríen. De qué sonríen si nos dejan solos y ya no podemos preguntar. Entonces las palabras nos quedan apretadas en la garganta, inútiles palabras que no dijimos a tiempo y que seguirán doliendo para siempre.
Tramo del artículo publicado en Para la Libertad, núm. 8, Buenos Aires, mayo-junio de 1996
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